Imagínate un folio, los pétalos
de una margarita o las líneas continuas de una carretera. Se podría decir que
no tienen nada en común, que son cosas diferentes, un objeto, una parte de una
planta y una señalización en la carretera.
¿Qué tiene un folio? Nada.
Blanco, esperando a que sea ensuciado, manchado, garabateado o, por qué no,
arrugado sin haber escrito nada en él. Destrozado con rabia, canalizando todo
lo que sientes por dentro, expulsándolo hacia el exterior.
Con una forma, diremos, peculiar,
pero reconocible en cualquier lugar y por cualquier persona. ¿Quién no reconoce
una margarita? Sus pétalos son los que la hacen tan conocida. ¿Color? Exacto.
Blanco, color blanco. Pétalos blancos, pequeños, frágiles.
¿Y qué se puede decir de una
línea? ¿Y si esta línea estuviera pintada en una carretera? Podría apostarme
todo el oro del mundo a que lo primero que se viene a la cabeza cuando piensas
en una línea de una carretera es una línea de color blanco, bien continua, bien
discontinua. Pero blanca, recta, sin una pequeña vacilación, y siempre hacia
delante.
Tres ínfimas piezas que forman
parte del mundo con una sola similitud, con una sola cosa en común: el color. Porque
la diferencia está en los pequeños detalles, en lo que no todo el mundo se
fija. En el color blanco que, a veces, se presenta sin tener ningún motivo para
aparecer, pero que explota con fuerza delante de nuestra frente e invade cada uno
de nuestros pensamientos.
Y, de repente, es en lo único que
piensas. Nieve blanca, pared blanca, sábana blanca. Todo en blanco.
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