Cada día suena el despertador, te levantas, te vistes y te arreglas. Desayuno rápido y estás fuera de casa en apenas un cuarto de hora. Vuelves para comer y marchas de nuevo. A tu regreso para cenar estás cansada, con ganas de tumbarte en el sofá, a mesa puesta y sin tener que cocinar. Pero no es así. ¿Alguien tendrá que hacer la cena, no? Y así día tras día.
Las rutinas son buenas, o eso dicen. Pero cuando se convierten en algo demasiado monótono, ya pueden decir lo que quieran que es lo peor que hay en el mundo. Es entonces cuando empiezas a pensar, es entonces cuando surge la pregunta del millón: "¿Qué hago con mi vida?".
Para empezar, la vives. Con mayor o menor suerte, con mayor o menor intensidad, pero siempre a tu manera. Con tus manías, tus retos, tu afán de superación; pero también con alguna que otra caída, con decepciones, con pérdidas. Tú decides que es lo que más peso quieres que tenga, si las buenas vivencias o las malas, las caídas o los ascensos, las sonrisas o las lágrimas.
A lo mejor lo único que tienes que hacer para responder a esa pregunta es mirar a tu alrededor, a las personas cercanas, a todo lo que tienes. Los demás necesitan de ti igual que tú necesitas de ellos. Pueden ser el motivo de tu caída o una motivación en tu ascenso. Tu fuente de alegrías o tu causa de tristezas, la fuente de tu confianza o de tu decepción.
Cuando esas personas se ganan tu confianza es cuando más tienes que luchar por ellas. Si no luchas por ellas, si no las apoyas, si no le das tu mano o tu hombro, ¿para qué le das tu confianza? Puede que sean en un futuro las que te hagan pensar en qué haces con tu vida, las que te ayuden en ese pequeño punto de inflexión.
Y es entonces, cuando esa pequeña pausa, de alguna manera, te hace estar en lo más alto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario