Pulsa un botón. Empieza a funcionar, se pone en marcha. Poco
a poco, va aumentando la velocidad y comienza a subir, por lo que la velocidad
deja de aumentar. Seis, trece, veinte… todos esos metros recorridos cuesta
arriba se superan apenas doce segundos después. Ahora viene la mejor parte. Empieza
la bajada.
La velocidad sube, sube y sube. Los gritos de adrenalina se
empiezan a escuchar. Y es que subirse a una montaña rusa es lo que te provoca. Adrenalina.
Es una comparación perfecta. ¿Por qué? Porque la vida es así,
es igual que una montaña rusa.
La cuesta arriba empieza poco a poco. Primero tienes que
superar esa enorme cuesta que parece que nunca acaba. Luchas, luchas y luchas. Con
todas tus fuerzas. Pero el final, el éxito de tu fuerza por seguir ahí, no
tiene recompensa. Hay decaídas. Tiras la toalla. Pero, a pesar de esto, algo en
tu interior te hace continuar. Algo en tu interior te grita que eres fuerte,
que nunca te has dado por vencida y que esta vez no va a ser menos que las
otras. Y continúas, y luchas, y para que se acabe tu sufrimiento.
Parece. Lo rozas con la punta de los dedos. Te empiezas a
encontrar mejor. Poco a poco. El miedo a una vuelta a la cuesta arriba sigue
latente. Pero luchas, sigues luchando. Entonces, cuando menos te lo esperas,
llega ese momento y todos los esquemas se rompen.
Por fin. No más sufrimiento. La lucha de días, de
interminables días, ha dado su fruto. Y vuelves a ser tú misma. Vuelves a
sentir que nada ni nadie te puede hundir.
Porque, al fin y al cabo, toda lucha tiene su recompensa.
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